GRADO O. DIA 4. La casa y el relato. Capítulo I.

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Texto: Carlos Fernández

Fotografía: Javier Marquerie

Puede que si yo mismo fuera el encargado de comisariar un ciclo como el Lugar sin límites, entre otras opciones posibles, escogería un motivo tan sugerente como La casa y el relato. Los que conocen un poco mi trabajo (tú y tú y… quizá tú también…) saben que se trata de dos elementos que he tratado en mis obras de diferentes maneras. Me motivan, me sugieren.

Pero una vez pasado el ecuador del festival, me pregunto todo el tiempo cuál es la Casa y dónde está el Relato. Voy a divagar y esta divagación no es, en absoluto, una crítica al lema elegido porque, aunque la tuviera (la crítica), no la haría pública puesto que se la traspasaría directamente a mis dos viejos amigos, Carlos y Emilio, tomando unas cañas. Lo que me apetece decir tiene más que ver con las contradicciones o imposibilidades que nos marca la vida, las situaciones, el arte, lo que sea. Por poner un ejemplo, me viene a la cabeza lo que ocurrió el año pasado con Rodrigo García y el veto asumido por el tema de los animales. Rodrigo dijo, con razón, que el lugar sin límites arrancaba con un límite bastante claro y jodidamente difícil de asumir, pero ahí estaba, la realidad jodiendo los sueños y las ideas.

Bolsas de plástico enganchadas en los árboles. Todo voló, quiso el viento remover un aire que parecía viciado. Y se llevó todo por delante. Tus ojos ya no son tus ojos. Me gustaría que me contaras algo. Que me dijeras qué es lo que se siente desde ese lugar seco. La ciudad que atropella el ánimo. Antes de sentir nostalgia de tiempos pasados, es importante hablar de algo nuevo.

El primer día que fui al teatro Valle-Inclán, mientras me comía un pincho de tortilla en el eterno gallego de enfrente (eterno como algunos de sus camareros), vi en la puerta del teatro la figura inconfundible de Carlos Marquerie, con su chaqueta blanca y su sombrero. Con la distancia y esos aditamentos, le quité una buena pila de años de encima porque me acordé de su figura veintimuchos años atrás, cuando, recién llegado a Madrid, fui a la Sala Olimpia a ver Medeamaterial, de Heiner Muller, que él había dirigido con su entonces compañía, La Tartana. Una obra que me dejó conmocionado, sintiendo que si alguien hacía teatro “en serio” en Madrid, ese era Marquerie y su compañía. Aunque no pueda hablar de la Olimpia como “mi casa”, ya que apenas trabajé en ella de refilón, echando una mano a Olga Mesa con sus Solos, hace ya también una pila de años, sí que podía sentir un cariño especial por un lugar por el que había visto desfilar propuestas muy importantes en la definición de una época escénica madrileña trascendental. El testigo del momento luminoso de la Olimpia como crisol de la escena de vanguardia, lo recogió el Teatro Pradillo en su primera época. Ya todos sabéis, las primeras obras de Rodrigo, la Ribot, Olga Mesa, Elena Córdoba, Mónica Valenciano… y un largo etcétera, entre el que se incluían, cursos, encuentros, publicaciones… Y, sobretodo, personas, muchas personas jóvenes y valientes, con ganas de comerse el mundo o lo que fuera, con talento y energía desbordante.

Si pudiera borraría todo lo dicho. Me arrepiento de agregar palabras a las palabras, discurso al discurso, opinión y más opinión. ¿No estamos diluyendo el misterio o haciendo crecer la incertidumbre de manera innecesaria? ¿Estamos compartiendo algo, construyendo o, simplemente, subiendo al pedestal del discurso para decirnos a nosotros mismos, a través de las cosas? Vanidad. Es difícil creer algo.

A la Olimpia la redujeron a escombros para edificar un nuevo mamotreto, el actual Valle-Inclán. Fue un momento triste, la verdad, porque se tenía la intuición de que, además de desaparecer un espacio escénico que, con sus problemas, tenía un enorme carisma, parecía claro que el nuevo no iba a ser, ni mucho menos, “la Casa” de nuevos artistas. Pradillo fue envejeciendo poco a poco, llegando a entrar en un estado de decrepitud también triste para los que la conocimos en su fulgurante momento.

Entrar en el Teatro Valle-Inclán, es como ser invitado a casa de un pariente lejano, rico, conservador y algo pretencioso. No es nuestra casa. En realidad no es la casa de nadie. Porque allí no hay vida, sólo es un hueco vacío que abre sus puertas una vez al día, para dar paso a cierto bullicio, durante unas pocas horas. ¿Muerto? No exactamente. Pero todos podemos imaginar lo que podría ser un verdadero “centro de producción contemporánea”, o como se quiera llamar, todas las actividades, los formatos de trabajo, las posibilidades… ¿Podemos llegar a creernos que existe ese lugar común, a día de hoy, que nos acoge? ¿A quienes y por cuanto tiempo? ¿En Madrid, hoy día? ¿Really?

Fuimos desahuciados. Desalojados, despojados. No abandonamos. Fue un naufragio. Un sorprendente y desolador naufragio. Antes, bailábamos y recorríamos las calles de madrugada, trabajábamos duro, reíamos y nos amábamos, derrochando la vida en gestos involuntariamente irreverentes. Fue un naufragio.

No hay casa común. Si existiera un verdadero diálogo, una cierta comunión, un flujo continuo, esa sería la casa. Pero Madrid rompe cualquier intento de congregación. No siempre, tampoco hay que ser aguafiestas, pero es una característica bastante arraigada. Esperanza Aguirre nos representa fabulosamente. Es nuestro verdadero fantasma. El espíritu neo-liberal nos llena los pulmones, primero yo, luego yo y después yo. Madrid es así, no tiene remedio. Ni Carmena levanta eso.

Algunos consiguieron aferrarse a tablas u otros objetos flotantes y ahí siguen, luchando por mantenerse a flote. Otros nos hundimos (puede que voluntariamente) y descubrimos que, bajo el agua, milagrosamente, podíamos respirar. Había peces de colores y otras cosas bonitas pero se echan de menos los bailes en el porche de la casa a la luz de la luna, las risas al amanecer, las botellas de mano en mano, los besos.

¿Y el propio festival? ¿Puede ser la casa?

Podría ser. Las cosas se van sucediendo. El lugar sin límites ya es una referencia a ciertos niveles; puede que a otros, institucionales, se trate de una pesadilla… Pero construye poco a poco unos cimientos. Tratándose de lo que se trata, estando donde están, nunca serán sólidos. Pero ¿Quién quiere esa solidez sabiendo que el lobo acecha y en cualquier momento soplará y soplará y al cerdito se comerá?

Son gestos. Lo necesario. Gestos de reafirmación y de presencia. Efímeros, radicales. Quizá eso sea suficiente y no sea posible llegar más allá.

Es necesario hacer rebosar eso que compartimos. Tú me hablas, yo escucho. Eso es lo hermoso: La vanidad. Despojada, limpia. La vanidad. Maldito el día en el que el artista quiso cambiar el mundo, erigirse en mensajero de un universo nuevo, político de pacotilla, Mesías, orador, filósofo, técnico especialista en variados temas. Muéstrame tu vanidosa materia y déjame disfrutar en silencio. El viento se lo lleva todo. Corred, cerditos.

(¿De qué coño estás hablando, de un naufragio o de un huracán?)

En el teatro Pradillo han desaparecido todos los recuerdos. Los míos, los subjetivos. Nada que vaya a compartir ahora. Son muchos y personales. Todos han volado, no los veo pegados al espacio como ocurre a veces con las casas, los lugares. El tráfico de otros cuerpos, de otras energías, ha hecho desaparecer las huellas. Es lo suyo, en un espacio así, en un teatro, lugar de tránsito. Pero hay un rincón que me hace sentir en casa, en lugar familiar. Es la pared en la que están los Pliegos de Teatro y Danza, de Antonio Fernández Lera. Eso sí que es una verdadera casa. Una casa de acogida.  Antonio es una especie de misionero que nos ha ido recogiendo y nos ha dado un plato de comida caliente y una cama. Cada Pliego es un ladrillo que sujeta una construcción y esa construcción representa algo que hemos sido y permanece. Es mi casa, claro, a mi me ha publicado. Pero no he visto a nadie pasar por allí al que Antonio no le abriera la puerta y le dejara entrar. Ha publicado cosas imposibles, ¡una obra de danza en un Pliego! ¿Cómo se hace eso?

Por encima de todo, se trata de un acto de comunión y generosidad. En cada pliego los autores, pero además, los nombres de todas y cada una de las personas que participaron en cada obra. Ahí hay mucha gente, mucho albañil. Si pienso en los que estamos allí, creo que, en realidad, representa a un reducido sector del teatro contemporáneo pero, joder, hay mucha gente, muchas obras, muchos años de experiencias escénicas. Hay una grandeza acogedora en el trabajo que ha hecho Antonio todos estos años. Es un tesoro. Un oasis que nos dice que existe la posibilidad de construir y aglutinar. De protegerse frente al desgaste del tiempo, de protegernos, de ser algo más que efímeras experiencias. Antonio es el cerdito mayor, el que nos demuestra que es posible construir una casa que el lobo, por mucho que sople, no va a conseguir tirar. Pero ese construir es muy arduo y solitario. Hace falta algo más que perseverancia para sacarlo adelante. Y se me ocurre decir que, en este caso, la perseverancia es lo contrario a la vanidad.

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