Texto: Mario Canal
La obra de arte es autónoma y el público hace con ella lo que quiere. La interpreta como desea, como la siente en el momento de presencia; la hace suya porque no pertenece al creador. El público es libre. El público es el propietario de la misma. El público reacciona como quiere ante lo que ve. Tiene derecho a equivocarse porque lo único importante en la trascendencia de una obra de arte es la recepción subjetiva por parte del público.
El público no es toda la platea, por supuesto. El público es una minoría que evidencia la subjetividad de su interpretación, de su percepción de la realidad, a través de una reacción que le hace real a sí mismo. Que cuando ve a un personaje en la soledad de su locura ríe como si estuviese presenciando la torpeza de un payaso en lugar de un trauma cotidiano.
Ivo Dimchev, ¿es un payaso? Ciertamente, activa algunas claves del teatro cómico aunque quizás deberíamos invertir los términos: es el teatro cómico el que se apropió del relato del perdedor, del débil, para hacerse más gracia a sí mismo. No es -desde mi subjetividad, desde la propiedad privada que de la interpretación de Dimchev hago-, lo que yo vi anoche. Anoche no vi a un payaso en escena.
En el Teatro Valle-Inclán presencié una obra extraordinaria, técnicamente hablando, en la que el autor e intérprete mantuvo un ritmo sostenido de acciones que inevitablemente llevaban a la atención más absoluta en el tiempo que duró la obra. Si la calidad de una obra de arte se mide en su capacidad para mantenernos en ella el tiempo que el autor desee y como lo desee, incrementando la capacidad consciente de lo que vemos, “Som Faves” alcanza entonces una cualificación sobresaliente.
Las referencias que se hacían el término “coreografiar” en el texto de la obra no eran en vano. La estructura de esta narración atemporal es al mismo tiempo una construcción milimétrica del tiempo. Un gesto constante y mantenido con el que nos enfrentamos a la transparencia del equilibrio. Nada más y nada menos. Mientras una parte del público se reía de los detalles de clown –demasiado evidentes para ser tenidos en cuenta-, la ingeniería rítmica del dolor y la obsesión apuntaban más allá y nos transportaban en un espacio sin tiempo. El espacio sin tiempo de una mente convulsa. De una habitación cerrada de la que no se sale porque es tan doméstica, tan cercana, que el más allá no existe. Una mente enferma.
La alienación. La soledad. La vulnerabilidad del ser humano -de todo ser humano, incluso del que se ríe sin saber que presencia el drama de su propia vida- martillean constantemente la mirada frente a Ivo Dimchev. Y traen a la memoria a Bruce Nauman y a Paul McCarthy. Y me hacen pensar en los trastornos obsesivos-compulsivos. Y en la obsesión compulsiva de toda mente a fagocitarse a sí misma. Sin descanso. Con un ritmo sostenido y transparente. Con el silencio permanente de su propio ruido.
Y entre medias, las convenciones sociales y la búsqueda de afecto. Un progenitor (“¿quieres que sea tu madre?”); una familia (“espero que su hijo sea gay, como yo”); las relaciones con el otro que no es más que uno mismo (“déjame limpiarte la cara de sangre”), siendo consciente de su patetismo; y, más allá del libreto, la relación de Dimchev con el público. Buscar conexión pero no necesitar de los afectos exagerados, de aplausos que no le intimidan sino que parece entender, una vez sobrepasado el límite de la cortesía, como innecesarios. Una convención ridícula.
En el concierto del pasado miércoles, que abrió En el lugar sin límites, y en el que el autor hace un repaso a las canciones que surgen de sus performances –interpretadas de manera magistral, con un registro de voz infinito-, el de Sofía construyó de nuevo un puente con el público que, como el lenguaje, era a la vez una trampa de la que tenía que escapar. Así, la sospecha de que la interacción del autor con su asistente era parte del montaje para crear una zona de confort en la que el intérprete podía deslizar el cuello de su camisa mostrando un hombro en un ejercicio de pudor controlado, se mantiene aún días después. Seducción. Una herramienta de supervivencia para el que en la total inmovilidad se siente vulnerable vomitando sus entrañas frente a un público que, de nuevo aquella noche, reía cruelmente frente a esa soledad emocional.
Hay muchas formas de practicar la crueldad. Abusar del más débil lo es. Y utilizar una causa noble para atacar a alguien que pueda ostentar un poder por motivos que van más allá de esa causa, lo es también. Y reírse de un traspiés, de una debilidad o de un error. Y hasta criticar a alguien por reírse. Todas estas capas de humanidad emponzoñada desaparecen sin embargo cuando, al acabar la función, tras haberse extraído el intérprete una muestra de sangre que jeringuea sobre su rostro, Dimchev da las gracias. Se apagan las luces. Suenan los aplausos. Sostenidos y apasionados al principio. Convencionales después. El actor, productor, director da las gracias. Ya es suficiente. Y pide silencio. Y con la cara ensangrentada se dirige al público para hacerles saber que ha traído varios libros que recorren las más de dos décadas de su trabajo. Y que están a la venta. Y en ese momento de márquetin bizarro, ese momento de vulnerabilidad total, se encierra la trascendente verdad del ser humano.
A ustedes de interpretarla.
hace reír ese ‘el público es libre’ del inicio y la frase del final de ‘es cruel hasta quien critica a alguien por reírse’ para en medio autoelogiar la sesudez silenciosa, como si para presenciar el drama de la propia vida no se hubieran inventado ya mil formas de sonreír
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