El lugar sin límites | Arturo Ripstein

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Pedimos al cineasta mexicano Arturo Ripstein, un artículo sobre la cultura, sobre España, sobre la visibilidad, sobre la creación… Realmente sobre lo que quisiese. En 1977 rodó una espléndida película, «El lugar sin límites», basada en la novela de Donoso. 

Comenzamos el blog «transpolándonos» hasta Ecuador para conocer cómo era  El Festival Internacional de Cine LGBTI El Lugar Sin Límites, hablamos con ellos. Ahora, una vez acabado el ciclo de alguna manera volvemos. Seguirán cayendo entradas, entrevistas, comentarios, cañas… Pero, de alguna manera, esto se ha acabado.

Y queríamos acabar a lo grande, con un grande de Latinoamérica,  que sabe lo que es crear desde el odio, la rebelión, el amor, el profundo respeto por el humillado y sin dejar siempre de intentar, al mismo tiempo,  vislumbrar parte de la condición humana.

Ripstein nos habla de su película «El lugar sin límites», de ese México de los 70, del festival de San Sebastián, de incursiones furtivas en salas de cine para ver qué pasaba… Y al mismo tiempo, sin decirlo todo, es poso y claridad valle-inclanesca, buñeliana sobre el hombre, sobre el oficio, sobre las renuncias, sobre el fervor..

Merci Monsieur Ripstein.

EL LUGAR SIN LÍMITES | ARTURO RIPSTEIN

Hace mucho, que no pienso en “El Lugar sin Límites”.

No por rechazo y mucho menos por olvido. Es porque con el paso del tiempo es una película que filmó mi otro yo, ese yo previo que solía ser yo y que se encontraba aún buscando su voz, su timbre, su mirada.

“El lugar sin Límites” fue sin duda un elemento central para encontrarlos, sobre todo porque fue para mí un intenso ejercicio, un aprendizaje en indagar en los ofendidos y humillados, ellos los sobrevivientes que como la Manuela, la Japonesa y la Japonesita  que  habitaban semi escondidos en los territorios marginales y obscuros de las sociedad; en las afueras de los pueblos polvosos, en los patios de vecindad mohosos de mi ciudad; en las mazmorras de la sociedad

Es un proyecto que me llegó por carambola, por azar, como casi todas las cosas buenas que me han sucedido.

José Donoso por aquellos ayeres vivía en la Ciudad de México, que en los sesentas tardíos se había convertido en vibrante metrópoli de los hispanoparlantes: era liberal, divertida, contestataria y noctámbula. El paraíso, o casi el paraíso parafraseando a Luis Spota.

Donoso habitaba en una casita al fondo del jardín de la casa de Carlos Fuentes y Rita Macedo, centro neurálgico de la intelectualidad mexicana de esos tiempos. Yo era participante constante de aquellas veladas. Había pasado de ser niño invisible e impertinente, luego de haber  filmado y cosechado éxitos con “Tiempo de Morir” y “El castillo de la Pureza” a participante. De espectador a integrante del grupo, de segunda división todavía, pero integrante pleno al fin y al cabo.

Ahí conocí y devoré los libros de Donoso. Leí por supuesto  “El Lugar sin Límites”, me encantó, pero no me pasó por la cabeza filmarla. Buñuel, el gran Buñuel, tenía derecho de tanto sobre ella. Pensaba filmarla. Iba a filmarla.

El gran viejo llevaba un rato trabajando la idea y estaba preparando el rodaje. Pero, cosas de la vida, había pensado en un actor español de vodevil, famoso en la España pre franquista y por supuesto desconocido en México, para interpretar a la Manuela.

Buñuel viajó España a buscarlo y descubrió que el buen cómico había muerto unos años antes. El chasco que se llevó el maestro lo desencantó. Sin ese actor no quería filmarla.

Pero Buñuel, que conmigo fue siempre generoso y protector, sugirió con voz casposa “qué la filme Ripstein, le va a salir muy bien” y así, sin pensarlo ni proponérmelo, cayó en mis manos el proyecto. Me puse manos a la obra.

Yo tenía una cosa muy clara al empezar a trabajar en el proyecto: no sería una caricatura de los homosexuales, que en su estereotipo más craso poblaban las pantallas de las películas mexicanas de aquellos ayeres; tampoco quería una película gimoteante y partisana que reivindicara la homosexualidad por sí misma.

Más que de la homosexualidad quería hablar de ellos: los ofendidos y humillados, y entre ellos  se encontraba, también, la Manuela.

Quería hablar del miedo de la Manuela,  pero también del de la Japonesa, de la Japonesita, de Pancho Vega, de las putas al arbitrio de los prejuicios de los pueblos pequeños y miserables, pero también quería hablar de los temores de los machos. Temor de ser marica, lilo, invertido, joto, puto; miedo de que les “haga agua la canoa”. Pavor de sentir deseo por otro hombre y de que se les notara.

Quería hablar sobre todo de la intolerancia. Y como decía, de mis miedos. El miedo ha sido siempre el gran motor de mi filmografía.

 Así, hice mío el proyecto que me heredaba Buñuel.

Llamé a Manuel Puig, el escritor argentino que por esos años estaba muy en boga, en la cresta de la ola cómo se suele decir. Aceptó colaborar conmigo.

Comenzó a trabajar y me presentó una primera versión que luego, por razones poco explicables, se negó a firmar.

Aducía que no quería ser encasillado como un escritor homosexual. Absurdo porque Puig llevaba una vida personal clara, abierta y jubilosamente homosexual. Su literatura, versara o no sobre la sexualidad y sus deslices genéricos, deslizaba a su vez un claro aroma transgresor.

Pensé posteriormente que temía que yo, director heterosexual, pudiera entender y filmar a un homosexual sin ser víctima de prejuicios.  A mí me dio la impresión que Puig era víctima de los suyos propios. Que para no ser encasillado encasillaba a los otros. A mí, en este caso.

Me pareció y me parece por sobre todo un acto de cobardía… Pero cada uno es rey y capitán de sus acciones.

Asumí, azorado, lo reconozco, su petición de quitar su nombre y decidí firmar yo mismo el guión en el que por otro lado había colaborado activamente junto con casi media docena de escritores, que van desde José Emilio Pacheco hasta “Chu” Castañón.

Si bien la escritura del guión resultó fácil, durante la producción fui víctima de discriminación y castigo, en un México muy corporativo y autoritario. El México de los años setenta, con el Priísmo en apogeo.

Mi película anterior, la muy malhadada “Foxtrot”, también escrita por Pacheco, fue blanco de acusaciones que por mucho la trascendían.

Fue culpada de haber quebrado al cine mexicano por un presupuesto dispendioso. Era dispendiosa por el solo hecho de que los actores eran Peter O’Toole, Charlotte Rampling y Max Von Sydow; la salvedad era que el productor era el mismo Peter OToole, por lo cual al cine mexicano -en su peor época- no  fue arteramente expoliado para nada por mi película, que por desastrosa y fallida que fuera -cómo en buena medida lo fue- no incidió en el presupuesto del cine nacional, igualmente, en casi su totalidad, desastroso y fallido.

Pero a resultas de este escandalete, mi próximo proyecto, “El Lugar sin límites”, sufrió de castigos varios.

Fui confinado a los estudios América, los de segunda categoría, con los peores técnicos (por aquellos entonces se filmaba en buena medida en estudio y los buenos eran los Churubusco). Se me asignó un staff de segunda plana, una cámara con un solo lente y sólo cuatro semanas de rodaje, menos de lo que por entonces estaba  en boga.

 Éramos, que duda cabe, el patito feo.

Tampoco pude elegir el reparto imaginado por mí, porque el dirigente nacional del cine exigía nombres conocidos. En los años setenta aún se suponía que los actores eran quienes llevaban al público. Hoy por hoy, esa es una falacia en vertiginoso descrédito en el cine de una cierta ambición.

Pues bien, con varios elementos en contra, fuera de mi hábitat natural, los Estudios Churubusco, y con sólo la mitad del elenco deseado por mí me lancé al rodaje.

Tenía yo treinta y tantos y la enjundia de mis años.

Me lancé con fervor, con frenesí.

En varias ocasiones estuve a punto de estrangular a Cobo, el mítico Jaibo de los Olvidados, elegido por mi para interpretar a la Manuela.

No hacía más que pararse frente a la cámara poseído por una suerte de estupor y amaneramientos dislocados. Pensé para mis adentros. No tiene que divertir a un público de jotos, tiene que seducirme a mí, al director buga, al público de bugas.  Tiene que seducir, no hacer reír por su patetismo. Nunca lo entendió. Nunca entendía nada.

Cuando me vi con su cogote entre mis manos me asusté por que era un hombre grandote, lo dejé ir y logré convencerlo a base siempre de súplicas y amenazas, para lo que yo sabía que iba a ser su mejor escena en la película, de que siguiera la coreografía que armé al detalle. Movimiento por movimiento, paso por paso, mirada por mirada, segundo por segundo.

Afortunadamente para mí, nunca más tuve que volver a trabajar con él en un papel relevante. Afortunadamente para la película el resultado es espléndido. A base de gritos, sombrerazos, sonrisas, exabruptos y ruegos, logré domeñar a Cobo y transformarlo en mi Manuela.

Hoy la gente aún recuerda de la película el baile de Cobo, y la muerte de Cobo/Manuela en un linchamiento feroz y burlón llevado a cabo por los gandules del pueblo. Porque creo firmemente que a veces, o más bien siempre  “el Pueblo no es bueno”.

Para mi sorpresa -y mi júbilo también dicho sea de paso- la película corrió con magnífica fortuna.

En el festival de San Sebastián armó un escándalo y un jaleo que me otorgó una Concha de Plata.

En México en pocos días se convirtió en un gran éxito. Las colas para comprar boletos daban la vuelta a la manzana. Homosexuales -todavía en el armario-, heterosexuales tras la sorna, madres de familia buscando emociones vetadas, jóvenes desmadrosos y aterrados… Todos iban a verla.

Una tarde me escabullí a una función cualquiera, agazapado en medio de la obscuridad de la sala. Cuando la Manuela besa a Gonzalo Vega la sala abarrotada de la función sabatina de media tarde se estremeció en voz alta. Un largo y estremecedor “ahhhhhh” se extendió en la penumbra de la sala. Lo mismo que había visto y oído en España.

 Había logrado hacer un ruidero notable.

 En poco tiempo se convirtió en un referente cultural en México.

 Era muchísimo más de lo que yo en mi fantasía más delirante había imaginado.

Para mi azoro, en los ya lejanos años 80’s, la primera marcha del Orgullo Gay en la Ciudad de México partió rumbo al mítico Zócalo encabezada por una inmensa manta en la que se leía “ México: lugar sin límites”.

Me sorprendió.

Nunca pretendí incidir en la realidad como cineasta. Siempre pensé y declaré que mi cine era oficio de artesano en sí, sin propósito social, sin causa. Y mi película sin embargo se había escapado de mis manos y convertido en la película de los otros, con causa social, propósitos, metas. Se había convertido en membrete.

Hoy, a tantos años de su estreno, la película es todavía vigente y recordada. Yo  la veo como la película de otro, hecha con los ojos de otro que quizás no soy yo… Sin embargo es mía. Me da nostalgia aquel joven cineasta que no sé bien quién es.

Para mí fue y sigue siendo una mirada a la intolerancia, a la violencia ciega, a las masas imbéciles…

Porque en ello sigo más firme que nunca.

Las masas son atroces. Hay que temerles.

Son irracionales, perniciosas, se nutren como caníbales voraces de nuestros prejuicios: contra los homosexuales, los gordos, o contra los que piensan diferente, o los judíos, o todo lo que las asusta y que no entienden…

Yo, sin ambages, estoy en contra.

Arturo Ripstein

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