Remontando a partir de La casa

Texto: Susana Velasco. Fotografías: Javier Marquerie Bueno.

Al inicio habría que recordar que el taller de trabajo de los artistas en tanto que tramoya que rodea sus obras ha cobrado la importancia de una caja escénica. La sala de montaje puede ser entendida como un espacio matriz en el que convergen todas las fuerzas que terminan por alumbrar una obra. Y así se ha introducido el tiempo escénico en el tiempo del trabajo. Este salto se ha producido también a la vida cotidiana de modo que muchos perciben su vida y la de otros como un montaje o una performance. Por otra parte el sentido inverso también ha tenido lugar y como vemos en toda una tradición de la escena se ha introducido el taller de montaje dentro del tiempo escénico.

Algo de esto trae La casa, los materiales de trabajo están apilados al fondo y los distintos oficios que convergen en la escena están en sus puestos. Entre el trabajo que está por hacerse y los espectadores se ha limpiado -de ruido y de formas a priori- un pequeño fragmento del mundo. Tenemos la posibilidad de un inicio; los restos de un derribo, un lienzo en blanco y la promesa de una construcción.

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 Micromegas, Daniel Libeskind 1979

Digamos que el tema, el qué de la pieza, podría ser la capacidad para ensamblar material heterogéneo y dar forma a un espacio habitable; la pieza puede leerse como la exploración de un impulso originario e instintivo: una función innata al cuerpo humano. Y por otra parte el cómo tiene algo, incluso mucho, de trabajo forzoso. Los performers hacen un trabajo de obreros que cargan y disponen materiales pero también juegan su margen de decisión. Resulta lógico también que a la figura del obrero se la desnude y se le pida exhibir su erotismo. En este caso el propósito experimental de Aitana va acercando sucesivamente dos vías que ya tenía abiertas, la del uso de materiales de construcción y derribo y la del gesto sexual de los cuerpos. Ahora se juega el encuentro de estas dos materias. Los besos aquí se dan a recortes de madera anteriormente habitada. No sabemos bien si, por ejemplo, en los trabajos forzosos que exhibe Santiago Sierra se llega a dar una entrega emocional de los ejecutantes. En todo caso estos obreros encarnan al homo faber, el animal que trabaja, pero que también sabe cambiar el trabajo en juego.

Con el recuerdo del hacer de La casa merece la pena recordarnos lo que es un bricoleur, aquel que obra sin plan previo y con medios y procedimientos desviados del uso previsto. Y que a diferencia del ingeniero no opera con materias primas, sino ya elaboradas, con fragmentos de obras, con sobras, con trozos. El bricoleur se dirige a algo así como una colección de residuos de obras humanas y va buscando de nuevo el ir juntos de las cosas. Y –dice Levi–Strauss– que ayudado por las “imagines mundi va construyendo una suerte de edificios mentales que le facilitan la inteligencia del mundo”. Así el juego produciría acontecimientos a partir de una estructura, en tanto que los ritos y los mitos, a la manera del bricolage, descomponen y recomponen conjuntos de acontecimientos.

Más que un juego La casa es un rito. Parece que se evoca la primera morada, el primer edificio, el mito de la cabaña primitiva que ha reaparecido en ciertos momentos de la historia y de la arquitectura para presentar un cambio de paradigma. Y como sucede en La casa dicha cabaña no está hecha para ser habitada. En el análisis que hace el teórico de arquitectura J. Rykwert en La casa de Adán en el Paraíso se concluye que la cabaña primigenia es un recuerdo: “el recuerdo no es el de un objeto, sino el de un estado, el recuerdo de algo que fue, que se hizo: de una acción. Es un recuerdo colectivo que se mantiene vivo en el seno de las colectividades gracias a las leyendas y los ritos”.

El retorno a los orígenes es una imagen recurrente en los ritos; el construir y habitar una choza parecida a los antepasados sugiere un intento cosmogónico de renovar el tiempo y el espacio. En la serie de ceremonias que se llevaban a cabo en Delfos se incluía la construcción de una cabaña; se trata de la skene griega, en origen una especie de tienda de campaña donde los actores se cambiaban la máscara y que se fue poco a poco incluyendo en la acción. Por otra parte en la fiesta hebrea de los tabernáculos se construyen chozas que se habitan por unos días en conmemoración de los cuarenta años de vida nómada que el pueblo de Israel pasó a la salida de Egipto. Pero la reducción máxima que podemos hacer de la noción de la primera morada sería casi a un diagrama. Y Rykwert lo encuentra en un artefacto australiano, a base de hilos tensados y perfectamente geométrico, denominado waninga, cuya mayor singularidad radica en pertenecer a un pueblo que no habita en edificaciones, pero que, sin embargo, vuelca esa sabiduría abstracta y rítmica en un objeto ritual.

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En el ritual de La casa se van buscando al menos dos cosas, esos gestos primigenios cargados de potencia y esa cabaña diagrama, que como dice Rykwert no es un refugio contra la intemperie, sino un volumen que el primer morador –Adán– pudiera interpretar en términos de su propio cuerpo. El arremolinado hacer y deshacer de La casa sería como un procedimiento oracular de nuestro tiempo que va dando lugar a fugaces figuras cuyas formas pudieran producir efectos en quien los observa. Se trata a la vez del recuerdo de algo que fue pero sobre todo parece evocarse la proyección de una imagen futura.

En el levantar y en el arruinar esta cabaña diagrama hay insistencia en lo grande pero también en lo pequeño. Se van buscando gestos germinales, momentos casi previos al lenguaje, pequeñas tomas de decisiones en donde tomar posibles desvíos. Estos gestos, dentro del trabajo forzado del obrero, actúan como pequeñas liberaciones.

Es en todo caso un trabajo forzoso voluntario. En la dirección, los ayudantes, los ejecutantes, el personal de sala y finalmente en los espectadores, en todas esas posiciones se deja ver un deberse a permanecer en el puesto, deberse también a lo que allí tiene que ocurrir, y hacerlo voluntariosamente, esperando encontrar cierto gusto en ello, esperando que ese trabajo colectivo posibilite algo así como una redención.

Hay en La casa la claridad de una “tesis” y como en éstas la clave es dar con el “qué es y qué no es esta tesis”. La casa demarca unos límites al trabajo para –como dice Aitana- poder insistir en ellos. El efecto de toda esa restricción en la pieza es que todo lo que no se hace en ella queda también señalado.

Así por ejemplo esta estética y la ética bricoleur a base de fragmentos puede servir para analizar muchas de las propuestas que están haciendo los arquitectos que están en lo que algunos de ellos denominan innovación política. Habría que recordar una instalación que ha pasado de Madrid a la colección del Moma y en la que se muestra –resonando con La casa– un bricolage espacial a base de muebles de Ikea. Esta instalación se activa con algunos performers que se muestran felices habitándola, sentados cómodamente o tocando la guitarra. Se nos dice que el objetivo de la instalación es invitar a la desobediencia del uso normativo que prevée, por ejemplo, una empresa como Ikea. Por otra parte recordemos que los arquitectos dicen también con frecuencia que la arquitectura tiene mucho de performance. Otro ejemplo de innovación en arquitectura se nos ofreció este año en la sala vip de la feria Arco. El resultado fueron unas estancias donde conversar y cerrar ventas creadas a partir de fragmentos de marcos y ventanas de derribo –resonando también con algunas escenas de La casa-. En la memoria del proyecto se recoge el anhelo que guarda la propuesta: “Esperamos que el visitante deje la Sala VIP pensando que, tal vez, pueda hacerse una pequeña cabaña con los restos de los muebles desechados que guarda en el garaje”. A buen seguro que estas experiencias encontraron también esta potencia del tiempo de montaje, si bien es necesario atender al marco desde el que los arquitectos nos proponemos empujar y en qué medida estamos liberando o por el contrario desactivando un gesto.

Es cierto que al salir del CDN había gente que comentaba lo bella que resultaba la última casa, igual les dieron ganas a muchos de pasar por el contenedor de escombros. Pero no parece que fuera esta imagen fija lo que estaba en juego sino la potencia que aguarda cautiva en el proceso de montaje, y que se dejaba ver en ciertos gestos; la posibilidad siempre abierta de que ocurra algo que lo altere todo.

Invocar este gesto primigenio dejando que conserve su potencia no es tarea fácil. Nos lo encontramos por todos lados en el tiempo de la cultura maker, pero casi siempre desactivado, como los virus de  las vacunas, inoculados en su forma inactiva. Recordemos el mítico anhelo del obrero de hacerse con los medios de producción, y recordemos también cómo las formas de la arquitectura llevan asociadas formas distintas de gobierno. Cierto es que la filiación arquitectura-poder hace complicado el hacer avanzar a la arquitectura del lado de una emancipación ya que actuamos en el intervalo que nos está reservado, de ahí que la potencia de sus herramientas haya que buscarla siempre un poco fuera.

Y el teatro y la escena puede servir, según se haga, como espacio para pensar. La casa tiene algo de grado cero, algo que sugiere un vamos a explorar el paisaje de nuestro hacer cuando todo sean escombros de nuestra antigua vida. Recordemos la ficción futura que se trae a nuestro presente La carta de los comunales metropolitanos, el momento de una nueva fundación en la ciudad de Madrid en donde se redactan unos fueros. Y es que lo que está en juego en La casa es del orden de lo común ¿qué sentido tendría hacer esta pieza en una nave escondida del extrarradio? Justo es hacerlo en una institución pública, allí donde pueda existir una fricción en el marco de la política; de ahí esa sensación de entrega forzosa voluntaria. Y haciendo nuestra aquella ficción futura – con la que algunos nos sentimos llamados a seguir pensando– ¿Qué haríamos cuando los teatros fueran liberados? ¿iríamos a ver esta pieza? ¡habría tanto que hacer fuera!; si acaso se podrían hacer pequeños rituales que invocaran el espíritu destructivo de Benjamin en recuerdo del tiempo de júbilo que pasamos entre escombros.

Fuera de la pieza quedan otras cosas importantes. Quedan fuera, como poco, los niños, los viejos y las mujeres, pero en su omisión parece cierto que hay una forma de presencia, y en todo caso la pieza no se presenta como una utopía justa ni deseable.

En ese juego de lo evocado y lo elíptico quizá nos quede señalar la figura del “campamento” como espacio paradigmático de nuestra época. Está en elipsis el campamento; el de Calais -forzoso y voluntario a un tiempo-, que por otra parte está sirviendo de libro de texto para que las nuevas generaciones de arquitectos aprendan lo que es la inteligencia colectiva. En sus manos está el no desactivar lo que allí ocurre al trasladarlo a otro lugar. Y por último está también en elipsis una constelación de hermosos campamentos de lucha que como en Notre Dame des Landes parten de tomar radicalmente la situación para poner en marcha otra vida. Podría parecer demasiado preguntarnos ahora cuál es la lucha de La casa. Quizá baste con darnos cuenta de que en nuestras manos se dan pequeños momentos donde podríamos tomar un desvío, y que la lucha también está en aguantar la fricción e insistir en ella. Ya que en todo caso la escena que se invoca puede que no llegue nunca de forma absoluta, sino que se esté ya dando, en multitud de pequeños retales.

 

 

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