Contar para sobre/vivir 1: Crónica

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Texto: Rubén Ramos Nogueira.
Fotografía: Javier Marquerie Bueno.

Jueves. 20:30. Sala Valle-Inclán del Centro Dramático Nacional. Plaza de Lavapiés. Primera sesión del primer programa de Contar para / sobre vivir (el viernes se repite y el sábado y domingo habrá un segundo programa con otros protagonistas). Se anuncia como programa doble. Cuatro propuestas de encargo para la ocasión: Orquestina de Pigmeos (Nilo Gallego y Chus Domínguez), Itxaso Corral, Pablo Messiez y Alejandro G. Ruffoni. Una pausa en medio. Más o menos, media hora cada uno (en principio). Un programa muy heterogéneo bajo un lema común, dentro de un ciclo que, además de llamarse El lugar sin límites, también tiene título: La casa y el relato. Me he leído los textos de cada una de las propuestas, de la introducción del ciclo y del texto de presentación del programa pero, sinceramente, todos estos textos me dan igual. Me inflan un poco la cabeza y me desorientan un poco, como si me invitasen a adentrarme en un spin-off dentro de la subtrama de la subtrama de la trama hasta que, al final, ya no sé ni cómo se llamaba lo que voy a ver, ni de qué va. Ni me importa, porque no son esos textos los que me traen hasta el Valle-Inclán, por segunda vez en mi vida (la primera fue en la pasada edición de El lugar sin límites). Vengo desde Barcelona a ver esto porque quiero ver qué se cuece de nuevo en El lugar sin límites y esta es la única semana que puedo desplazarme a Madrid. Será también porque conozco y sigo el trabajo del 75% por ciento del cartel (al otro 25% lo conozco de referencias) y me da igual de qué se trate esta vez: iría a ver cualquier cosa con este cartel, aunque no anunciasen más que los nombres. Eso sí, en Barcelona me he visto los vídeos de las entrevistas que les han hecho a los protagonistas de esto, mientras comía, proyectados en pantalla gigante en el salón de mi casa, como si estuviese viendo la tele. Y me ha interesado mucho más que la mayoría de programas que echan en la tele. A pesar de lo caras que son las entradas (25€ si no has sido lo suficientemente previsor como para comprar un abono para conseguir que tu entrada cueste la mitad) la sala está abarrotada: cerca de 200 personas.

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La Orquestina de Pigmeos es un colectivo formado por Nilo Gallego y Chus Domínguez, dos leoneses que provienen de disciplinas supuestamente muy diferentes (la música, el arte sonoro, y el cine), pero que se encuentran en un territorio común, la performance, el arte de acción, habría que añadir muchos más nombres más para intentar definir ese territorio con más propiedad. Pero, ¿para qué intentar definir con palabras algo que, cuando lo experimentamos un par de veces, reconocemos ya para siempre? La Orquestina de Pigmeos  lleva años montando experiencias maravillosas que perduran en el recuerdo de quienes las vivieron. Experiencias que suceden en el curso de un río, encima de un volcán mientras sale el sol, en una playa mientras sube la marea o en una ría vista desde el interior de una fábrica de tornillos, por poner algunos ejemplos que permitan situarnos. Son experiencias, como la de hoy, que sólo suceden una vez, o dos como mucho, como en esta ocasión. No se repiten jamás porque no es esa su vocación, al contrario de lo que sucede con una producción del CDN, cuyo objetivo, y éxito, es repetirse una y otra vez, todo lo que se pueda. Es arte efímero y, curiosamente, no por eso menos perdurable, al menos, en la memoria colectiva. También se caracterizaban, hasta el momento, porque no sucedían jamás en el interior de un teatro. Hasta hoy. A pesar de que los organizadores del ciclo, dados estos antecedentes, les propusieron utilizar los exteriores del edificio, a pesar de que el encargo les daba libertad para disponer del barrio de Lavapiés a su antojo, Nilo Gallego y Chus Domínguez observaron que, El lugar sin límites, a pesar de su nombre, hacía referencia a un lugar perfectamente delimitado: un escenario teatral. Por eso decidieron, por primera vez, meterse en un teatro. Dentro del teatro tenían libertad para utilizar todo el espacio a su antojo, sin limitarse a la caja escénica, pero movidos por ese afán de coherencia radical, llamémosle así, insistieron en utilizar el escenario, todo el enorme escenario del Valle-Inclán, con toda su profundidad, y con el público sentado en sus butacas. Lo que sería lo normal en cualquier otro caso, en el caso de la Orquestina de Pigmeos podríamos decir que es lo más raro que han hecho en su vida. A mí no deja de parecerme una posición extremadamente consecuente, una postura que pone de relieve tantas cosas que no vale la pena darle más vueltas (ya cada uno que se las dé en su cabecita, si le parece, si se lo sugiere y lo cree conveniente). La cosa se llama Género chico, el nombre que recibe un determinado tipo de Zarzuela, de formato breve (como lo que vamos a presenciar), caracterizado por la poca trascendencia de su contenido, típicamente una historia de amor costumbrista con algún conflicto que siempre acaba terminando bien y con moraleja final, que es una excusa para que suenen los grandes hits de aquellos tiempos. ¿Y qué pasa ahí sobre el escenario? Pues lo primero que oímos es la definición de Género chico, extraída de la Wikipedia, dicha por una voz en off con acento francés. Aparecen dos hombres de avanzada edad, Jesús Macías y Manuel Polo Báez (quien un poco más tarde declarará en escena tener más de 90 años), que entran cruzando trabajosamente un escenario casi vacío (prácticamente sólo un monitor de televisión, a lo lejos, donde vemos escenas de un documental sobre paisajes del mundo y, en la otra punta, una mesa con tres tocadiscos) y se sientan en dos sillas de espaldas al público. Al rato, aplauden, y paran. Silencio. Vuelven a aplaudir. Silencio. Y así un rato. Luego llega Javi Rosa, quien se lleva a Manuel para hacerle unas manipulaciones sobre una alfombra, unos ejercicios, que parecen realizar juntos cada semana para mantener a Manuel en forma y ayudarle a superar sus problemas con las piernas, que le ayuden a seguir caminando. Y, mientras, hablan de sus cosas. Luego, aparece Pelayo Arrizabalaga y le pide a Jesús que le acompañe a la mesa de los tocadiscos para poner discos de Zarzuela, mientras Jesús le cuenta sobre la peluquería que regentaba, donde escuchaban Zarzuela, y sobre el Género chico, sobre sus chascarrillos y sobre la clá, ese grupo de gente (Jesús entre ellos) que, a cambio de entradas baratísimas, acudían a la Zarzuela para sentarse en los asientos libres que dejaban el resto de espectadores que entraban antes que ellos, con la condición de aplaudir cuando el jefe de la clá diera la señal, con la esperanza de que su aplauso se contagiase al resto de público para asegurar el éxito de la función. Gracias a los micrófonos que llevan y a la mezcla que se realiza desde la cabina técnica, donde (otra novedad) se esconden Nilo y Chus, a quienes, por primera vez en la historia de la Orquestina de Pigmeos, no vemos en ningún momento, el foco sonoro (que no las luces, que, más allá del oscuro inicial, están infrautilizadas: en los exteriores donde trabajan normalmente, la luz es la propia de cada espacio en cada momento, la del sol o la de las farolas), nos permite escuchar a uno de los grupos en primer plano, alternativamente, aunque las dos conversaciones se mantienen en paralelo. Luego, Pelayo mezclará la música de zarzuela con otras músicas, con la ayuda de sus tres tocadiscos y Jesús y Manuel darán un último paseíllo juntos, cogidos del brazo, lentamente, al ritmo con el que Manuel camina cada día alrededor de la manzana del barrio donde vive, para volver al punto de partida. Treinta y siete minutos, coreografiados a golpe de cronómetro, tantos minutos para esta acción, tantos minutos para la siguiente, y que dentro pase lo que tenga que pasar, al estilo de como se hacen estas cosas en la Orquestina de Pigmeos, que tiene sus propias reglas, procedimientos compartidos desde hace muchos años con otros creadores que trabajan de manera similar, nada que ver, claro, con lo que suele pasar en los escenarios de la mayoría de los teatros. Treinta y siete minutos clavados que supieron a poco, pero, seguramente por la misma razón, perfectamente contundentes y absolutamente deliciosos y emocionantes.

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