Texto: Jaime Conde-Salazar.
Fotografía: Javier Marquerie Bueno.
El décimo objeto que eligió Neil MacGregor, ex director del British Museum, para trazar su apasionante historia del mundo (A History of the World in 100 Objects,2012) es una olla o lo que la arqueología denominaría “vaso”. Se calcula que el objeto en sí fue producido hace siete mil años en Japón y pertenece a la denominada cultura Jomon. Pero, al parecer, distintas culturas en distintos lugares ya habían producido este tipo de recipientes con forma olla desde hacía dieciséis mil quinientos años. El caso es que este objeto tan simple le sirve a MacGregor para llamar la atención sobre un hecho obvio pero excepcional que determinaría radicalmente las formas de vida del ser humano: se trata de un recipiente, es decir, un artefacto que permite separar, acumular, guardar, conservar, etc. cosas que de otra manera simplemente serían parte de la totalidad del mundo. Una olla es un espacio separado, es aire que, de alguna manera, ha sido segregado de la totalidad y señalado como unidad aparte. Una olla puede llenarse porque antes ha sido concebida como vacío o como espacio. Pues bien, me atrevo a imaginar que el gran salto que representa la olla Jomon en el relato de MacGregor, no solo es importante por las consecuencias de su uso en la vida cotidiana de los homínidos sino porque quizás está apuntando también a cierto origen de la arquitectura.
En el imaginario occidental clásico el origen de la arquitectura se establece en la cabaña que Vitrubio imaginó en sus diez libros. Es decir, según el relato mítico del tratadista romano, el principio estaría estrictamente relacionado con el uso, con la necesidad de cobijo. Pero quizás el origen viniera dado no solo por su función sino también por la posibilidad de pensar el espacio en sí mismo, como algo que se puede separar y aislar simbólicamente del mundo. En realidad, bastaría con añadir una tapa a la olla Jomon y ya tendríamos una primera maqueta, que bien podría tenerse por un edificio rudimentario.
Luego más tarde ya, habrían aparecido las esquinas y las líneas rectas, y con ellas la idea de “caja” esencial para el posterior desarrollo de lo que llamamos arquitectura: la famosa “scatola muraría” (caja mural) acuñada por el siempre revelador Bruno Zevi (Saper vedere l’architectura, 1948).
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La caja. Sin duda, una vez que hemos concebido la posibilidad de extraer un trozo de espacio y aislarlo del mundo, el siguiente paso es meterse dentro. Ya no se trata de recoger las cosas de alrededor para poseerlas o guardarlas sino de llegar a meter el cuerpo propio dentro. Quizás me precipito y estoy forzando la narrativa histórica pero meter un cuerpo en una caja me hace pensar en sarcófagos y en Egipto. Gran salto. Una caja para meter un cuerpo muerto y facilitar así su tránsito hacia el otro lado o estado. Una caja que permite imaginar el acceso a otro espacio al que se llega después de que medie la muerte. De hecho, los templos egipcios que a lo largo de los milenios repitieron la misma estructura, podrían entenderse como un trayecto lineal que lleva desde el mundo hasta la separación de este, desde el cielo abierto y deslumbrante hasta la caja más cerrada y oscura. Como si el edificio estuviera concebido para producir una experiencia muy concreta de separación espacial al final de la cual estaría el cuerpo, la caja última quizás
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Una inmensidad vacía y completamente oscura. Al fondo, de repente se ve una lucecita que rasga el aire compacto. Un cuerpo vivo arrastra otro cuerpo aparentemente inerte. Lo arrastra por los pies y con dificultad y, a medida que avanza con su lucecita y recorre el vacío, el espacio se va convirtiendo en lugar. Un paisaje llano y desierto que se escucha en su inmensidad. Una voz habla de la casa y pronto se convierte en solo viento. Otra luz aparece desde otro fondo más distante aún. Se une a la tarea: arrastrar el cadáver, abrir el espacio. Cerca de nosotras, antes de que lleguen, comienzan a trazarse unas líneas de luz en el suelo. Dibujan un rectángulo con una abertura en uno de los lados cortos. Bien podría ser la planta simple de un templo griego: una cajita. Ellas son dos y el muerto es uno. Ellas meten el cuerpo dentro de la cajita/casa/templito griego y se ponen a hablar de la muerte.
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Esto es teatro. Hay escenas, hay diálogo, hay personajes y hay cierto vaivén anímico. Pero la cuestión no es el desarrollo de la narración dramática. El drama aquí sirve para establecer los límites de la cuestión que se propone. Esto es una caja. El cuentito está ahí, pero está sirviendo a algo más que no es la mera autolegitimación de sí mismo como fin y medio. El relato dramático sirve para establecer los términos. Dos mujeres desde dos consciencias muy distintas se adentran en los significados más simples y evidentes de la muerte. Frente al cuerpo muerto de un hombre ellas dicen todo lo que debe ser escuchado para que quede enunciado el tema: la casa, el teatro y la muerte. En esta ocasión, el “como sí” sirve para poder agarrarnos a la realidad: somos mucha gente metida dentro de una inmensa caja oscura y respirando a la vez ese espacio ya esbozado en el interior de la olla Jomon. Y lo que explica toda esta situación es la hipótesis de que estamos frente a un cuerpo muerto. El espacio existe porque la muerte está enunciada.
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Antes de que acabe el diálogo, se van apagando las líneas de luz que marcaban la casa/caja/templito haciendo que los límites desaparezcan. “La casa solo existe porque era nuestra” dice una de ellas. Si no hay “nosotros” solo quedan los muros y los muros no son más que material en tensión que tarde o temprano se desplomarán…o se apagarán. Lo que mantenía en pie el edificio era el “nosotros” que lo habitaba. No hay otras fuerzas, pesos, apoyos, materiales o formas que atender. El espacio lo produce la primera persona del plural. La arquitectura está hecha de pronombres, o al menos, de la posibilidad de algunos pronombres.
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Se van de la casa una vez que ya no hay muros que separen del exterior. El cuerpo muerto se queda allí, tendido, mientras ellas dos se van. En su partida, una lleva una linternita y la otra un farolillo. Cada una por un extremo, va iluminando su camino y al hacerlo descubre al monstruo: los muros y las entrañas del enorme teatro se hacen visibles, esas superficies negras, duras y verticales se muestran en su desolador esplendor. El edificio: la inerte caja mural, el recipiente impasible donde se deposita el cuerpo (hipotéticamente) muerto. Una caja dentro de otra caja dentro de otra caja dentro de otra caja… “Si las gentes sensatas no se hubieran encolerizado, yo te habría sacado de tus cinco sarcófagos y te hubiera envuelto con mi chal de seda” le dice Dulce María Loynaz a la momia museizada de Tut- an- Khamun. En este caso no era seda, era una sábana de oro. Y los muros negros y la oscuridad casi infinita. La casa/el teatro/el mausoleo construido para la gloria…todo eso, sostenido durante treinta minutos por un cuerpo que ocupaba el lugar del muerto, el modesto espacio reservado para la evidencia de la vida.
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Hablar del teatro y la casa, exige que la muerte sea enunciada, al menos, como presencia, como hipótesis. Si no hay muerto no hay arquitectura y mucho menos teatro. Si la muerte no ha sido invitada no hay posibilidad de espacio, no hay nada que decir más que hormigón, pladur, normas de seguridad, planes de accesibilidad, riesgo de contagio biológico…no hay posibilidad de casa ni de habitación. Si no hay muerte, tampoco hay posibilidad de teatro, ni posibilidad de “epifanías de lo real” (Valente), ni hay lugar para el tiempo. Y quizás aquí, hayamos tenido la fortuna de haber atendido a la enunciación de un principio de la arquitectura: se trata de atrapar el vacío tomando como punto de partida el cuerpo concreto y, a partir de ahí, ir aproximando los posibles límites del espacio. Por eso un cuerpo dentro de una caja dentro de otra caja dentro de otra caja…
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…y después del final, el alumbramiento.