En el portal de al lado del bar donde trabajo, vive un señor que desde el principio pensé que se trataba de un escritor. No es raro pensarlo, hasta el cocinero lo hizo, ya que su perfil encaja en el estereotipo: barba y pelo blanco, gordo y con ropas vaporosas, andar cansino y pensativo y, sobretodo, que fuma en pipa.
Y sí, efectivamente, es escritor. Hace unas semanas le serví un desayuno; era sábado y él tenía entre manos el Babelia, en cuya portada aparecía mi querido y admirado Don DeLillo. Le hice algún comentario sobre el maestro, me miró sin asombro pero con complicidad e intercambiamos unas cuantas frases sobre él y otros cuantos autores americanos contemporáneos, Foster Wallace, Palahniuk…. En un pis pas (sábado por la mañana, el bar petado) nos remontamos a Nathaniel Hawthorne, Melville…
Otro día, más tranquilo, hablamos de Proust y de algunos “escritores fantasma”, de esos que aparecen de vez en cuando, de los que nadie sabía y que resulta que habían escrito varias obras maestras que alguien descubre sin querer. Él decía que no se creía nada, que eran montajes editoriales y citó a Nemirovsky. Yo lo puse en duda; en algún caso, quizá, pero Nemirovsky…
En fin. Hace unos días, su mujer se plantó delante de la barra y me dejó encima un tocho de 450 páginas fotocopiadas y con una espiral de quince centímetros de diámetro.
“Es la última novela de José Carlos, todavía sin publicar. Hemos pensado que nos gustaría que la leyeras. Nos interesa mucho la opinión de un lector 0.”
Ah. La cogí agradecido (y acojonado por lo que podía encontrarme) y le dije que la leería con cariño y atención. Me hizo gracia, claro, eso del “lector 0”. Se refería, aclaramos, no a ser el primer lector de la novela, sino a una gradación que hacía referencia a un lector “no profesionalizado”, diletante, aficionado, vamos, un camarero que en sus ratos libres, en lugar de ver futbol o gran hermano, lee libros. La opinión de la gente de la calle. Bonita idea. Pero errónea, claro.
Haber leído En busca del tiempo perdido, Moby Dick o a Thomas Pynchon, te saca, por suerte o por desgracia, del grado O de lector. Así te pases cien años poniendo cafés y leyendo el Marca ya estás, irremediablemente, por encima o por debajo del grado, fuera de él, distanciado, condicionado, retroalimentado, prostituido, avejentado, resabiado, viciado, musculado, elevado, podrido, torcido. Algo.
Pero la idea. Sí. Me gusta la idea. No me gustaría que se rompiera ese mágico ensueño de José Carlos de que un tipo cualquiera (no un agente, ni un editor ni un colega profesional del medio) lea tu novela con mirada virgen. Después de casi nueve horas de pie, el camarero, reventado, mal comido, se baja del autobús, llega a casa, se da una ducha, estira las vértebras, se sienta en el sofá y se pone a leer la novela mi novela. Respira hondo desde el grado 0. Esa ilusión.
Con ironía, me decía Emilio Tomé ayer que en el próximo mes voy a ver más obras que en los últimos seis años. Pero no es una exageración, no las he contado pero creo que es verdad.
De cualquier manera, cuando me siento en una butaca, tan de tarde en tarde, no estoy, ni por asomo, en el punto cercano a la congelación que tendría, qué se yo, mi vecina de abajo. Ya no me hierve la sangre, pero tampoco soy capaz de vislumbrar el 0 absoluto, eso es ya imposible.
Me invitan a ver todo el ciclo de El Lugar sin límites y escribir lo que me apetezca en el blog y acepto. ¿Por qué lo hago, si ya no estoy en el medio, si mi relación con él se basa exclusivamente en los amigos forjados durante estos años, a los que no he dejado de ver, claro?
En este momento desconozco las razones por las que he dicho que sí, igual que en el momento que me lo propusieron y se me colocó el no en la punta de los labios, éste no se materializó. No encontré razones para decir no. Éste quizá sea el grado 0.
Pero, en fin, en qué sitio estoy ahora como espectador, después de más de veinte años de práctica escénica y seis alejado de ella es algo que no sé, ni pienso ni me interesa reflexionar. Pero es desde esa condición desde la que me sitúo, no hay otra. No estoy dentro, pero tampoco fuera, un extraño lugar.
Y hasta aquí, yo.
Por que al margen de mi relación/no relación con la escena y todo el rollo que acabo de contar, está el tema de escribir qué. De eso se trata. Ahí es donde entro en cierta ebullición.
Qué. A quién. Cómo. Varias ideas:
No quiero pensar en las obras, sino en los artistas que me van a hablar.
A nadie le importa lo que yo piense o sienta viendo tal o cual obra. Además, hay tanto ruido, tanto discurso, tanta reflexión encarnizada, ideologizada, militante, solipsista. Si me pongo solipsista, me lo decís.
Pienso en interpelar directamente a los artistas, sin establecer ningún tipo de juicio o valoración sobre lo que voy a ver. Un diálogo imaginario, persona frente a proyección de persona. Lo que somos en la escena, lo que somos fuera de ella.
Imaginar todo lo que hay detrás del desgarro, del ruido y la furia que es, inevitablemente, el acto escénico.
Manejo la palabra y os cuento cosas. No me separo de lo que veo, me dejo traspasar y me convierto en materia escénica. O no. Esto es un poco absurdo. No me convierto en nada, me trasformo, durante un rato.
Os cuento cosas graciosas. Le quitamos hierro al asunto.
Vamos viendo. Acepto propuestas. Quiero respirar éste lugar extranjero, o mejor, exiliado, y volver a casa por navidad, durante un rato y mira, la casa, qué bien, uno de los temas de este festival al que no les gusta nada llamar festival.
Tengo a mi lado la última novela de Don DeLillo, que no he leído, y se titula Cero K. Algo sobre la congelación de cuerpos de gente enferma. Rollo Walt Disney, a la espera de una cura en el futuro. Vale, aunque viene al pelo, establece una sincronía demasiado dramática.
Carlos Fernández
Vamos, valón: cuéntanoslo todo.
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Que gustirrinin leerte
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