Texto: Pablo Caruana
Ayer comenzó, tras el concierto de inauguración de este miércoles la primera “pieza” escénica de ELSL. En la sala pequeña del Valle, que muchos tenemos cargada de un columpio Fragonard donde Liddell gritaba suicidios, se estrenó en Madrid “Som faves” del búlgaro Ivo Dimchev. Sala llena y un lamentable suelo de danza sucio, destrozado, que a uno le hacía sentir un poquito de vergüenza patria.
Y allí salió, a ese espacio extraño y neutro Ivo Dimchev. Durante una hora exacta aquel cuadradito se convirtió en una especie de cuarto pequeño, de puerta trasera donde volver a la libertad conectiva de la infancia donde el cuarto era el reino y el que lo habitaba era desde el rey hasta la reina, la infanta, el loco, el bufón, el proscrito y todos sus vasallos.
Yo ya estoy crecidito, ya no lo hago, lamentablemente, pero me acordaba de mí mismo con diez años grabando en un casete con celo mi propia voz leyendo poemas para luego escucharlos. Algo de eso tenía la pieza, algo de esa libertad antes de haber fijado identidad prisionera, de ese momento donde puedes ser muchos en uno.
Pero quizá eso no fue lo nuclear, sino mas bien el espacio, el basamento propicio para que lo nuclear tuviese lugar, pudiera ser. Y lo que ocurrió, como decía en este mismo blog Carlos Fernández, mucho tuvo que ver con la sangre, la soledad, la caída, el amor y la muerte. A través de pequeñas acciones consecutivas, como una banda sonora con metrónomo exacto, Dimchev conseguía ir trasladando un pequeño relato, una narratividad unida e hilada entre aparentes fragmentos inconexos. Un relato vaporoso pero presente, silencioso pero que iba haciendo vibrar la puñetera caja escénica y dejándonos ver a Dimchev con sus obsesiones, sus heridas, su dolor y su soledad.
En un momento de la pieza Dimchev habla sobre la no necesidad de equilibrio, statement defendible pero que uno miraba con esa distancia con la que el búlgaro te deja observarle y se decía: aquí todo es “balance”, todo es equilibrio. La parodia de lo contemporáneo / coreográfico con el subtexto que indaga en la condición humana, balance. Su actitud distante e incluso con cierto desdén por lo que allí ocurría y la capacidad de convertirse en dos segundos a un cruce de Marlon Brando y Klaus Kinski acelerado, balance. La proporción entre cuerpo, música y texto en la pieza, balance. Los elementos poéticos (perros rojos, madres, sangre) con los paródicos (sobre el arte, sobre la forma y el contenido, etc.), balance. Cómo trató lo trascendente de manera intrascendente y viceversa, balance. La capacidad de desnudarse, de mostrar la necesidad imperiosa del otro, frente a un divismo elegante y condescendiente antes las formas del conceptualismo escénico moderno, balance.
Y todo aquel balance, todo aquel equilibrio, parecía ser la herramienta (forjada a base de investigación y reflexión escénica) que Dimchev construyó para poder mostrar su cuarto / cerebro, para poder plasmar la fragilidad de la mente humana en escena, esa deriva desde que uno es consciente de la muerte y ya solo se dedica a la misión conscientemente fracasada de luchar por recuperar inocencia y libertad. Y por momentos, aquel esfuerzo desmesurado de Dimchev del que es reflejo esta pieza, nos hacía creer, aunque fuera por unos instantes, que en esta vida la libertad y la inocencia son recuperables, que la creación puede abolir el inexorable paso del tiempo, que queda en nuestras manos no dejarnos engullir por la maquinaria de muerte.
Poco a poco, mientras la pieza avanzaba, Dimchev hacía vibrar mi caja escénica que no es otra que mi pecho. Con todas las distancias en lo concreto, pero con una insoportable ferocidad en lo esencial, su dolor era mi dolor, su estar perdido, mi pérdida, sus perros rojos, mis ecos. Y sin saber bien porqué, o sabiéndolo demasiado, llegaba la identificación. Pero una identificación con un olor propio, especial, que no llevaba a la catarsis, ni al quejido emocional, sino a un acompañamiento, a una comprensión serena. Y que al mismo tiempo me llevaba a pensar: Yo quiero recoger y limpiar esa sangre de tu cara, de tu ropa, de tu cuarto, de ese linóleo que parecía reflejo de toda la esperanza nacional en la cultura que nos podemos permitir.